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Bierzo

Corazón Generoso

Corazón Generoso

Corazón generoso

 

El sol acababa de salir en el horizonte y la brisa fresca de la mañana soplaba con poca fuerza sobre los árboles que mecían las ramas de forma suave. Las gotas del rocío se deslizaban por las hojas verdes y se asomaban en las corolas y los cálices de las flores que renacían después de una temporada invernal prolongada.

 

Los trinos de los pájaros alegraban el entorno y el susurro de un arroyo cercano producía  cierto  sosiego al lugar.

 

En el fondo del valle se alzaban los tejados de las casas de un pequeño pueblo que dedicaba sus esfuerzos a la agricultura y a la ganadería.

 

Estaba rodeado por una serie de montañas de una altura media importante que proporcionaban el pasto necesario para el ganado.

 

Había también varias casas aisladas de gentes que en su momento prefirieron estar a solas o que llegaron antes a la zona y se habían instalado de forma independiente.

 

Y allí, en una de estas casas, vivía un hombre afable, cordial, atento y siempre dispuesto a realizar los favores que le pidieran.

 

Andrés, que ése era su nombre, tenía múltiples formas de agradar a sus vecinos porque todos, más o menos se acercaban a que le arreglara alguna cosa y si no se desplazaba él para solventar el problemas.

 

Siempre había tenido especiales habilidades para moldear el hierro y resolvía en su  fragua casi todo lo que le encargaban, desde cerrar una finca o un patio de una casa con una buena verja de hierro, hasta colocar las herraduras a los caballos. Si bien es verdad que dominaba bastante bien otros aspectos como el interpretar los signos de la naturaleza para adivinar un poco el tiempo que iba a hacer, o bien sabía usar con destreza las hierbas que había en la zona.

 

 

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Así transcurría su vida. Se encontraba conforme y feliz, sobre todo cuando, después de haber cumplido sus tareas, se adentraba en los cercanos bosques y subía por uno de aquellos caminos hasta lo alto de la cercanas montañas.

 

En esos momentos se encontraba en su estado casi perfecto. La relación con sus vecinos era excelente. Todos le querían y acudían a él. Decían que tenía buen humor,  afable y atento.

 

 Los chicos, por las tardes, se arremolinaban en torno a la casa, jugaban y ,de vez en cuando , penetraban hasta la fragua para ver cómo chisporroteaba , sobre todo cuando iban con sus padres a arreglar algo que no les funcionaba.

 

Por las tardes solía subir por la ladera de la montaña, entre matorrales y árboles llenos de frondosas hojas. El olor al campo y al verde le apasionaba.

 

Cuando llegaba a cierta altura considerable, se sentaba sobre una roca y contemplaba aquel brillante sol que, poco a poco , se iba ocultando y dejaba las notas luminosas de su sinfonía diaria, con aquellos matices que eran diferentes todos los días en proporción a las características que reunía la atmósfera.

 

Esperaba unos minutos hasta que el sol se zambullía entre las montañas como una bella sinfonía que siempre cantaba las perfecciones de la obra universal.

 

Era una sensación de sentimientos encontrados, alegría y tristeza, mas siempre con la esperanza del día siguiente.

 

Tomaba una ramita seca del suelo y emprendía el regreso con el pecho lleno de optimismo porque había contemplado un espectáculo que pocos podían ver y disfrutar.

 

Rememoraba después las escenas ante una buena ración de queso con pan y un café calentito, a la vera de un fuego de leña en el hogar que tanto amaba. Después leía siempre algún capítulo de libros de historia, que le apasionaba, alguna  novela interesante, y siempre tenía abiertos y los leía dos libros importantes para él, el Quijote y la Biblia.

 

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Se acordaba de todos los seres queridos con los que había convivido y que, desgraciadamente, ya no estaban, se relajaba y dormía felizmente.

 

Aquel día Andrés se levantó como siempre, con ganas y ansias renovadas. Desayunó y encendió la fragua que, poco a poco, fue cobrando fuerza. Metió un hierro de amplias proporciones para darle la forma que pretendía. Tomó el martillo y lo fue moldeando lentamente. El hierro iba tomando la forma por medio de aquel fuego que lo transformaba  como si fuera chocolate moldeable. En uno de aquellos golpes certeros,  una chispa le saltó sobre la cara y le hizo estremecerse de dolor. A duras penas pudo salir hacia el salón de la casa porque prácticamente no podía ver. Se puso un paño húmedo sobre los ojos y emprendió el camino del pueblo. Un vecino que se llamaba Ángel  y que trabajaba en las tierras próximas, le vio dando tumbos y se le acercó solícito. Se encaminaron a la casa del médico donde fue atendido. Veía sombras y con dificultad.

 

La convalecencia fue un poco prolongada. No obstante Andrés se aplicó todos los días un paño con un ungüento que su santa madre le había recomendado: aceite de oliva y flor del Pericó. Remedio santo para las heridas, especialmente las quemaduras.  A pesar de lo cual, después de muchas consultas médicas, los facultativos  le dijeron que debía tener paciencia para que las heridas se cicatrizaran y se viera el efecto posterior.

 

Mas los días pasaban, las heridas curaron y la vista no volvía, al menos con la claridad de antes. Sus ojos veían veladamente. Percibía claridad, sombras, reflejos de luz.

 

No podía trabajar,  no podía salir a sus paseos por la montaña. La vida que hacía era precaria y se circunscribía a  su entorno solamente.

 

Su humor se fue agriando y las gentes le querían ayudar pero rechazaba siempre la ayuda y su conducta iba en otra dirección opuesta totalmente.

 

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Dejaron de ir  los niños, también los mayores  porque los rechazaba de malos modos. Ya no era el mismo. Había caído en las brumas de la desesperación  y en las que tenían sus propios ojos heridos. Nunca había pensado que su vida pudiera llegar hasta estos límites difíciles de asumir.

 

Pensó que debía adaptarse a las circunstancias y tratar de vivir lo mejor posible. Intentaría no renunciar a nada. Reconducir su vida porque la conducta que observaba tampoco le satisfacía.

 

Y un día de luminosidad esplendorosa tomó nuevamente el camino de la montaña. Deseaba ver otra vez aquellas puestas de sol.

 

Fue con cuidado. Veía confusamente  los límites del camino y había suficiente luz. Distinguía algunos contornos que le eran familiares. Se fatigaba porque hacía tiempo que no practicaba el ejercicio acostumbrado de sus caminatas diarias. A pesar de lo cual estaba feliz y contento porque había tomado la decisión y los otros sentidos le compensaban de tanto sufrimiento y decepción. Ahora se daba cuenta de que el ser humano no valoraba suficientemente el encanto de la naturaleza.

 

Cada vez percibía con más intensidad que el ser humano no es nada sin su vínculo con el ser superior. Era creyente y gracias a eso parecía como si un vínculo especial le hubiera unido más a sus creencias.

 

Sí que pensaba, que debía cambiar otra vez su carácter porque los demás no tenían culpa de lo que le había pasado.

 

Pensaba que aún en estas condiciones debía estar contento porque conservaba todas las demás facultades y que los designios del destino debía acatarlos con serenidad.

 

Así, poco a poco, se fue adentrando en los parajes que siempre conocía. Se colocó de cara al sol y no se dio cuenta que paulatinamente las sombras lo invadían todo y que debía descender hacia el pueblo.

 

 

 

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Comenzó el descenso y comenzó a percibir que sin la luz estaba perdido. Fue a tientas, con cuidado, pero tropezó varias veces y en una de ellas, se cayó al suelo y comprobó que el precipicio lo tenía cerca.

 

 Una ráfaga de aire fresco le dio en el rostro y algo le dijo que tuviera prudencia. Intuía el negro abismo que estaba delante de él.

 

Retrocedió unos metros arrastrándose hasta sentir los matorrales que tenía a sus espaldas. Cogió una rama y se agarró a un tronco de árbol que estaba en el camino.

 

Se percató del ruido de las piedrecitas al pisarlas y comenzó a preocuparse realmente..

 

Apenas pudo balbucear unas palabras, aclaró la garganta y dio unas voces solicitando ayuda.

 

El frío del atardecer se dejaba ya notar y pensaba que tenía que estar allí toda la noche con los consiguientes riesgos derivados de este hecho.

 

De pronto, percibió la proximidad de alguien que muy bajito le decía que estuviera tranquilo y que él le ayudaría.

 

-      ¿ Quién eres, por favor?

 

-      Me llamo Juan y deseo ayudarte. ¿ Qué te ha pasado?

 

-      Salía caminar como siempre lo he hecho hace tiempo.

 

-      ¿ Y entonces?

 

-      Pues, es que no veo bien porque tuve un accidente. Me quemé los ojos. Me llamo Andrés y vivo cerca del pueblo.

 

-      Sí, algo había oído decir de ti. Pero creo que tienes mucho mérito desde luego. Creo que ya es difícil bajar por el monte a estas horas porque hay cierto riesgo y no tenemos luces. Iremos a una gruta que está muy cerca y allí tratarás de pasar la noche.

 

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-      Sí, creo que será lo más acertado.

 

Tomó del brazo a Andrés  y suavemente lo condujo a un lugar que le resultaba conocido pero que  le había pasado desapercibido por completo. Se metieron en una cueva que se le antojó confortable y con una atmósfera acogedora. Le ayudó a sentarse en un rincón, le acomodó con mucho cuidado y él también se sentó a su lado.

 

Pero sentía que aquel hombre desprendía amabilidad, comprensión, educación,  buen trato , bondad, que , en definitiva se podía confiar totalmente en él.

 

-   ¿ Quieres tomar algo de comer?

 

-      Algo de apetito sí que tengo.

 

-      Aquí tengo un poco de jamón con pan y unas galletas. Algo de zumo y leche para mañana. ¿ Qué tal?

 

-      Estupendo, muchas gracias.

 

-      Además mira te voy a dar un poquito de ungüento en esa herida de los ojos;  el sol y el aire te los han quemado algo.

 

Con delicadeza le fue extendiendo la crema sobre el rostro quemado al mismo tiempo que sentía una profunda paz y un sosiego especial.

 

Estaba pensando en lo providencial de haberse encontrado con Juan.

 

Y después del frugal refrigerio Andrés se sumió en un sopor que le condujo a un sueño profundo y reparador.

 

La luz del sol le estaba dando en su rostro y poco a poco fue abriendo los párpados y el brillo de los rayos en su reflejo le impedían centrarse en las figuras difusas que había en la cueva.

 

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Movió la cabeza hacia la izquierda y evitó los primero rayos matutinos que sin embargo le proporcionaban algo de calorcito al cuerpo. Se estiró y advirtió la sombra de una silueta humana.

 

Se restregó los ojos y distinguió las facciones de un rostro que desprendía dulzura y paz.

 

-      Buenos días.

 

-      Hola, ¿ te encuentras mejor?

 

-      Veo mejor que estos días. Puedo distinguir casi todo.

 

-      Seguramente que será una sensación que no te habrás dado cuenta y la experimentarías otros días.

 

-      No, no, desde luego que no. Esto es nuevo y te lo debo a ti. Gracias por cuidarme. Ese ungüento es milagroso. No me lo puedo creer. Te estaré eternamente agradecido.-

 

-      Bien. Mira, debo irme y en otra dirección porque ya me he entretenido bastante en este lugar y debo realizar otras actividades. Ahora, cuando bajes, ten cuidado. Sabes que a un lado y otro del camino hay piedrecitas, procura no salirte de la hierba. . Seguro que ya no tendrás problemas.

 

Se miraron y algo cruzó el ambiente que se materializó en una  luz inmensa y una tranquilidad de la que Andrés no deseaba salir.

 

Juan salió de la gruta, se despidió y se perdió en la espesura del hayedo cercano.

 

Andrés sintió algo especial como cuando se pierde a un amigo íntimo.

 

Le estaba profundamente agradecido por su ayuda. Además iba recuperando la vista poco a poco; estaba contento y tenía que contenerse para no dar saltos de alegría.

 

Elevó los ojos al cielo y dio gracias de forma humilde y admirada.

 

 

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Aquella noche había sido especial y él notaba que su alma estaba en paz.

 

Apresuró el paso por el camino de bajada a su casa y  penetró en ella. Respiraba profundamente y se fijaba en todos los objetos que siempre le habían rodeado pero que recobraban un significado especial para él en aquel momento importante de su vida.

 

Al poco tiempo muchos vecinos llegaron al lugar porque habían salido a buscarle y habían visto cómo la chimenea de su hogar nuevamente echaba el humo al que estaban habituados a ver siempre en el límite de la subida a los montes cercanos.

 

Se abrazaron a él y estuvieron charlando un buen rato. La alegría se reflejaba en los rostros y unas lágrimas de agradecimiento rodaron por el rostro curtido de muchos hombres y mujeres al ver feliz otra vez a su vecino y amigo de siempre.

 

Andrés se dio cuenta que le querían y prometió que su carácter no se iba a agriar nunca más aunque sufriera cualquier percance que lo pudiera empañar.

 

Estaba agradecido a la vida y acababa de vivir algo que le servía para crecer como ser humano.

1-II-2007

Alvamar

  

 

 

 

 

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1 comentario

Willy -

Bueno originales estos cuentos.

Desde luego.

Saludos