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Cuentos breves

Cuento de Navidad

Cuento de Navidad

Una brisa sonriente

 

(  Cuento de Navidad)

 

 

Diego era un muchacho de cabello ensortijado, rubio y con una cara muy expresiva, sobre todo cuando se reía.

 

Era todo un adolescente responsable y que llevaba muy bien sus estudios.

 

Ayudaba a sus padres y a cuantos amigos y vecinos necesitaban de él.

 

Le gustaba jugar mucho, divertirse, estudiar y disfrutar de la naturaleza.

 

Contemplar los ríos, fuentes, lagos, montañas; valles, desiertos, llanuras; la nieve, la lluvia, el sol, todo, le suponía un verdadero regalo  de Dios.

 

Siempre le llamó la atención sobre todas las cosas que sus congéneres no prestaran mayor atención a todas estas cosas que eran un auténtico regalo para lo sentidos.

 

Además pensaba que los humanos no se comportaban como seres privilegiados de la Creación.

 

Era muy observador y había llegado a la conclusión un poco deprimente que la conducta del hombre no se correspondía con los hechos que realizaba.

 

Así, por ejemplo, se solía  criticar  una cuestión y  después se  hacía lo contrario.

 

 

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 Entablaban muchas críticas sobre la televisión del corazón o la televisión basura y después se sentaban al televisor para celebrar las chanzas y groserías que los presentadores y periodistas exhibían sin pudor ante ellos, participando y riendo las gracietas.

 

Lo que más le preocupaba era el hacinamiento en que se vivía en las grandes aglomeraciones humanas. Esas urbes inmensas con barrios desprotegidos y poco atendidos.

 

Desde luego se estaba desviando el género humano de alguna forma porque sólo le importaba el vivir al día

 

Se daba cuenta , cada vez más, que los humanos no decían lo que pensaban , ni corroboraban con su conducta aquello que prometían o decían a otros. Los hechos no reflejaban los deseos o  al menos los pensamientos. Incluso ejecutaban lo contrario desarrollando unas conductas absurdas.

 

El desconocimiento y la ignorancia provocaban odio y miedo.

 

Además observaba con demasiada frecuencia cómo todo tenía un precio , incluso la conducta humana, todo se compraba desde los objetos de consumo,  el placer, la caridad, hasta la honestidad. Todo tenía un precio como le gustaba decir a los más poderosos.

 

 ¿Cuánto quiere ese hombre por hacer  tal cosa. Cuánto hay que dar a esa familia para que nos ceda el terreno que nos interesa,  o  por cuánto se vende esa mujer cuyos favores necesito.

 

Así siempre o al menos eso es lo que estaba comprobando a diario.

 

 

 

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 Él estaba en contra de todo esto y poco a poco le fueron conociendo en ese aspecto y le señalaban con el dedo como al raro, como algo peligroso por la influencia que podía derivarse de su extraña conducta porque el lema que rezaba en aquella sociedad extraña y sin sentimientos era “aquí el primero es uno mismo y el resto no importa”.

 

A veces, cuando se encontraba a solas le solía aflorar una lágrima al rostro cuando pensaba en todo lo que se perdía el género humano.

 

Otras veces, emprendía el camino de la montaña y allí,  entre las flores y los árboles y praderas que era lo que más amaba, solía pasar unos ratos que le alejaban de toda aquella tristeza que le invadía.

 

En una de esas ocasiones, cuando estaba sentado sobre una roca saliente en un picacho,  desde donde oteaba las montañas que le circundaban, de repente le envolvió un viento suave y fresco que le hizo sentirse como en otro lugar.

 

Algo o alguien que no podía percibir le susurró al oído:

 

-      ¿Te ocurre algo joven amigo?  ¿Por qué son esas lágrimas?

 

Sintió a la vez temor y un gran sosiego por primera vez. Era como si estuviese en un mundo de felicidad.

 

Respondió.

 

-      No sé quién eres, pero te diré que estoy decepcionado de este mundo en que vivo, en el que todos van a realizar su negocio particular, no se escuchan, no hacen aquello que piensan, engañan, discuten y no conservan la naturaleza que tanto sacrificio ha costado para mantenerla viva. Yo creo que todavía no soy como ellos y tengo miedo de volverme así porque creo que eso no es lo ideal.  Quiero ser feliz para siempre y no volverme de esta manera.

 

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La voz le dijo:

 

-      Te comprendo perfectamente pero no creas que tú eres muy diferente. Comprende lo que te quiero decir. Si perseveras sí que  mantendrás una discreta actitud que te llevará a tener una visión diferente del mundo pero si te dejas vencer, seguro, seguro, que llegara el momento que serán tantos los errores de soberbia, ambición y orgullo que desaparecerás como tantos hombre que te han precedido.

 

Te sugiero que intentes tú efectuar ese cambio lento pero seguro que necesitan.

 

 

Se quedó asombrado por la confianza que mostraba aquella voz que no sabía de dónde podía salir.

 

-      Creo que yo no podría y en cambio tú ,  cuyo poder adivino de dónde viene, sí que lo harías de manera fácil.

 

-      Creo que tú tienes algo inmejorable indudablemente y es que estás entre ellos, te relacionas. Tú puedes mostrarles que no son tan malos y que les hacen ser así por las influencias que reciben y que se dejan llevar en ese sentido. Tú puedes hacerles ver las cosas de otro modo, desde otra óptica. Quizás les puedes hacer sonreír cuando alguien esté triste. Amar cuando haya desencuentros. Abrazarse cuando tengan miedo. Colaborar cuando alguien lo necesite.

 

-      Es difícil pero lo haré a pesar de que conozco a  pocas personas.

 

 

 

 

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-      Eso tiene solución. No hace falta dar grandes charlas. Comienza poco a poco por las personas  más inmediatas. Debes contagiarles tu felicidad y tranquilidad y la forma de ver la vida que tú tienes. Sin prisas. Si lo haces te concederé de inmediato lo que me has pedido , es decir, que , al menos , una vez al año en las vidas de los humanos habrá un gran día de felicidad y celebración.

 

-      Si tú lo dices  trataré de cumplirlo, aunque lo dudo porque este mundo maravilloso Y la mayoría vive de espaldas a él. Supongo que habrá alguien que piense como yo.

 

De pronto,  se dio cuenta que se encontraba hablando sólo y que había salido la luna. Siempre se había hecho muchas preguntas sobre el movimiento de los astros, el sol, la luna,  las estrellas siempre. Sobre la naturaleza,  sobre las cuestiones importantes.

 

Poco a poco,  con paso decidido pero más relajado se fue hacia su casa. En realidad le había venido bien aquel encuentro en  la montaña. Estaba más apaciguado y le había invadido una paz interior.

 

Por  la noche pensó un momento en la experiencia vivida y reposó en su cama de forma agradable. Verdaderamente descansó y sintió un gran placer al día siguiente cuando se despertó.

 

Se desperezó y cuando subió la persiana de la ventana del dormitorio pudo comprobar un paisaje totalmente blanco. Había nevado durante la noche. Estaba todo cubierto de un manto blanco y sin manchas sucias en el pavimento por el momento.

 

Desayunó y salió a la calle.

 

Las personas  le miraban  a los ojos y le saludaban con alegría. Los niños iban al colegio y se tiraban bolas de nieve, corrían de un lado para otro sin descansar. Les agradaba la nieve. Cantaban y jugaban alrededor de los muñecos de nieve que habían construido.

 

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Había observado que todos decían lo que pensaban interiormente.

¿Qué estaba sucediendo realmente ¿ No se lo explicaba.

 

Pasaba un hombre cerca y le preguntó la causa.

 

-      No sabes que día es hoy? Hoy  es Navidad muchacho.

 

-      Claro, claro,  hoy es Navidad, se repitió interiormente.

 

Comprobó que aquella voz de la montaña,  aquel genio con poder había cumplido su palabra.

 

Mas no entendía que no fuera Navidad todos los días del año. Y se hizo el firme propósito de conseguirlo y que aquella felicidad que veía reflejada en el rostro de los humanos,  de sus compañeros de ciudad, del planeta entero, pudieran seguir considerando que la Navidad era de todos, para todos y que se extendiera durante todos los días del año.

 

 

 2007

 

Alvamar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Corazón Generoso

Corazón Generoso

Corazón generoso

 

El sol acababa de salir en el horizonte y la brisa fresca de la mañana soplaba con poca fuerza sobre los árboles que mecían las ramas de forma suave. Las gotas del rocío se deslizaban por las hojas verdes y se asomaban en las corolas y los cálices de las flores que renacían después de una temporada invernal prolongada.

 

Los trinos de los pájaros alegraban el entorno y el susurro de un arroyo cercano producía  cierto  sosiego al lugar.

 

En el fondo del valle se alzaban los tejados de las casas de un pequeño pueblo que dedicaba sus esfuerzos a la agricultura y a la ganadería.

 

Estaba rodeado por una serie de montañas de una altura media importante que proporcionaban el pasto necesario para el ganado.

 

Había también varias casas aisladas de gentes que en su momento prefirieron estar a solas o que llegaron antes a la zona y se habían instalado de forma independiente.

 

Y allí, en una de estas casas, vivía un hombre afable, cordial, atento y siempre dispuesto a realizar los favores que le pidieran.

 

Andrés, que ése era su nombre, tenía múltiples formas de agradar a sus vecinos porque todos, más o menos se acercaban a que le arreglara alguna cosa y si no se desplazaba él para solventar el problemas.

 

Siempre había tenido especiales habilidades para moldear el hierro y resolvía en su  fragua casi todo lo que le encargaban, desde cerrar una finca o un patio de una casa con una buena verja de hierro, hasta colocar las herraduras a los caballos. Si bien es verdad que dominaba bastante bien otros aspectos como el interpretar los signos de la naturaleza para adivinar un poco el tiempo que iba a hacer, o bien sabía usar con destreza las hierbas que había en la zona.

 

 

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Así transcurría su vida. Se encontraba conforme y feliz, sobre todo cuando, después de haber cumplido sus tareas, se adentraba en los cercanos bosques y subía por uno de aquellos caminos hasta lo alto de la cercanas montañas.

 

En esos momentos se encontraba en su estado casi perfecto. La relación con sus vecinos era excelente. Todos le querían y acudían a él. Decían que tenía buen humor,  afable y atento.

 

 Los chicos, por las tardes, se arremolinaban en torno a la casa, jugaban y ,de vez en cuando , penetraban hasta la fragua para ver cómo chisporroteaba , sobre todo cuando iban con sus padres a arreglar algo que no les funcionaba.

 

Por las tardes solía subir por la ladera de la montaña, entre matorrales y árboles llenos de frondosas hojas. El olor al campo y al verde le apasionaba.

 

Cuando llegaba a cierta altura considerable, se sentaba sobre una roca y contemplaba aquel brillante sol que, poco a poco , se iba ocultando y dejaba las notas luminosas de su sinfonía diaria, con aquellos matices que eran diferentes todos los días en proporción a las características que reunía la atmósfera.

 

Esperaba unos minutos hasta que el sol se zambullía entre las montañas como una bella sinfonía que siempre cantaba las perfecciones de la obra universal.

 

Era una sensación de sentimientos encontrados, alegría y tristeza, mas siempre con la esperanza del día siguiente.

 

Tomaba una ramita seca del suelo y emprendía el regreso con el pecho lleno de optimismo porque había contemplado un espectáculo que pocos podían ver y disfrutar.

 

Rememoraba después las escenas ante una buena ración de queso con pan y un café calentito, a la vera de un fuego de leña en el hogar que tanto amaba. Después leía siempre algún capítulo de libros de historia, que le apasionaba, alguna  novela interesante, y siempre tenía abiertos y los leía dos libros importantes para él, el Quijote y la Biblia.

 

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Se acordaba de todos los seres queridos con los que había convivido y que, desgraciadamente, ya no estaban, se relajaba y dormía felizmente.

 

Aquel día Andrés se levantó como siempre, con ganas y ansias renovadas. Desayunó y encendió la fragua que, poco a poco, fue cobrando fuerza. Metió un hierro de amplias proporciones para darle la forma que pretendía. Tomó el martillo y lo fue moldeando lentamente. El hierro iba tomando la forma por medio de aquel fuego que lo transformaba  como si fuera chocolate moldeable. En uno de aquellos golpes certeros,  una chispa le saltó sobre la cara y le hizo estremecerse de dolor. A duras penas pudo salir hacia el salón de la casa porque prácticamente no podía ver. Se puso un paño húmedo sobre los ojos y emprendió el camino del pueblo. Un vecino que se llamaba Ángel  y que trabajaba en las tierras próximas, le vio dando tumbos y se le acercó solícito. Se encaminaron a la casa del médico donde fue atendido. Veía sombras y con dificultad.

 

La convalecencia fue un poco prolongada. No obstante Andrés se aplicó todos los días un paño con un ungüento que su santa madre le había recomendado: aceite de oliva y flor del Pericó. Remedio santo para las heridas, especialmente las quemaduras.  A pesar de lo cual, después de muchas consultas médicas, los facultativos  le dijeron que debía tener paciencia para que las heridas se cicatrizaran y se viera el efecto posterior.

 

Mas los días pasaban, las heridas curaron y la vista no volvía, al menos con la claridad de antes. Sus ojos veían veladamente. Percibía claridad, sombras, reflejos de luz.

 

No podía trabajar,  no podía salir a sus paseos por la montaña. La vida que hacía era precaria y se circunscribía a  su entorno solamente.

 

Su humor se fue agriando y las gentes le querían ayudar pero rechazaba siempre la ayuda y su conducta iba en otra dirección opuesta totalmente.

 

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Dejaron de ir  los niños, también los mayores  porque los rechazaba de malos modos. Ya no era el mismo. Había caído en las brumas de la desesperación  y en las que tenían sus propios ojos heridos. Nunca había pensado que su vida pudiera llegar hasta estos límites difíciles de asumir.

 

Pensó que debía adaptarse a las circunstancias y tratar de vivir lo mejor posible. Intentaría no renunciar a nada. Reconducir su vida porque la conducta que observaba tampoco le satisfacía.

 

Y un día de luminosidad esplendorosa tomó nuevamente el camino de la montaña. Deseaba ver otra vez aquellas puestas de sol.

 

Fue con cuidado. Veía confusamente  los límites del camino y había suficiente luz. Distinguía algunos contornos que le eran familiares. Se fatigaba porque hacía tiempo que no practicaba el ejercicio acostumbrado de sus caminatas diarias. A pesar de lo cual estaba feliz y contento porque había tomado la decisión y los otros sentidos le compensaban de tanto sufrimiento y decepción. Ahora se daba cuenta de que el ser humano no valoraba suficientemente el encanto de la naturaleza.

 

Cada vez percibía con más intensidad que el ser humano no es nada sin su vínculo con el ser superior. Era creyente y gracias a eso parecía como si un vínculo especial le hubiera unido más a sus creencias.

 

Sí que pensaba, que debía cambiar otra vez su carácter porque los demás no tenían culpa de lo que le había pasado.

 

Pensaba que aún en estas condiciones debía estar contento porque conservaba todas las demás facultades y que los designios del destino debía acatarlos con serenidad.

 

Así, poco a poco, se fue adentrando en los parajes que siempre conocía. Se colocó de cara al sol y no se dio cuenta que paulatinamente las sombras lo invadían todo y que debía descender hacia el pueblo.

 

 

 

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Comenzó el descenso y comenzó a percibir que sin la luz estaba perdido. Fue a tientas, con cuidado, pero tropezó varias veces y en una de ellas, se cayó al suelo y comprobó que el precipicio lo tenía cerca.

 

 Una ráfaga de aire fresco le dio en el rostro y algo le dijo que tuviera prudencia. Intuía el negro abismo que estaba delante de él.

 

Retrocedió unos metros arrastrándose hasta sentir los matorrales que tenía a sus espaldas. Cogió una rama y se agarró a un tronco de árbol que estaba en el camino.

 

Se percató del ruido de las piedrecitas al pisarlas y comenzó a preocuparse realmente..

 

Apenas pudo balbucear unas palabras, aclaró la garganta y dio unas voces solicitando ayuda.

 

El frío del atardecer se dejaba ya notar y pensaba que tenía que estar allí toda la noche con los consiguientes riesgos derivados de este hecho.

 

De pronto, percibió la proximidad de alguien que muy bajito le decía que estuviera tranquilo y que él le ayudaría.

 

-      ¿ Quién eres, por favor?

 

-      Me llamo Juan y deseo ayudarte. ¿ Qué te ha pasado?

 

-      Salía caminar como siempre lo he hecho hace tiempo.

 

-      ¿ Y entonces?

 

-      Pues, es que no veo bien porque tuve un accidente. Me quemé los ojos. Me llamo Andrés y vivo cerca del pueblo.

 

-      Sí, algo había oído decir de ti. Pero creo que tienes mucho mérito desde luego. Creo que ya es difícil bajar por el monte a estas horas porque hay cierto riesgo y no tenemos luces. Iremos a una gruta que está muy cerca y allí tratarás de pasar la noche.

 

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-      Sí, creo que será lo más acertado.

 

Tomó del brazo a Andrés  y suavemente lo condujo a un lugar que le resultaba conocido pero que  le había pasado desapercibido por completo. Se metieron en una cueva que se le antojó confortable y con una atmósfera acogedora. Le ayudó a sentarse en un rincón, le acomodó con mucho cuidado y él también se sentó a su lado.

 

Pero sentía que aquel hombre desprendía amabilidad, comprensión, educación,  buen trato , bondad, que , en definitiva se podía confiar totalmente en él.

 

-   ¿ Quieres tomar algo de comer?

 

-      Algo de apetito sí que tengo.

 

-      Aquí tengo un poco de jamón con pan y unas galletas. Algo de zumo y leche para mañana. ¿ Qué tal?

 

-      Estupendo, muchas gracias.

 

-      Además mira te voy a dar un poquito de ungüento en esa herida de los ojos;  el sol y el aire te los han quemado algo.

 

Con delicadeza le fue extendiendo la crema sobre el rostro quemado al mismo tiempo que sentía una profunda paz y un sosiego especial.

 

Estaba pensando en lo providencial de haberse encontrado con Juan.

 

Y después del frugal refrigerio Andrés se sumió en un sopor que le condujo a un sueño profundo y reparador.

 

La luz del sol le estaba dando en su rostro y poco a poco fue abriendo los párpados y el brillo de los rayos en su reflejo le impedían centrarse en las figuras difusas que había en la cueva.

 

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Movió la cabeza hacia la izquierda y evitó los primero rayos matutinos que sin embargo le proporcionaban algo de calorcito al cuerpo. Se estiró y advirtió la sombra de una silueta humana.

 

Se restregó los ojos y distinguió las facciones de un rostro que desprendía dulzura y paz.

 

-      Buenos días.

 

-      Hola, ¿ te encuentras mejor?

 

-      Veo mejor que estos días. Puedo distinguir casi todo.

 

-      Seguramente que será una sensación que no te habrás dado cuenta y la experimentarías otros días.

 

-      No, no, desde luego que no. Esto es nuevo y te lo debo a ti. Gracias por cuidarme. Ese ungüento es milagroso. No me lo puedo creer. Te estaré eternamente agradecido.-

 

-      Bien. Mira, debo irme y en otra dirección porque ya me he entretenido bastante en este lugar y debo realizar otras actividades. Ahora, cuando bajes, ten cuidado. Sabes que a un lado y otro del camino hay piedrecitas, procura no salirte de la hierba. . Seguro que ya no tendrás problemas.

 

Se miraron y algo cruzó el ambiente que se materializó en una  luz inmensa y una tranquilidad de la que Andrés no deseaba salir.

 

Juan salió de la gruta, se despidió y se perdió en la espesura del hayedo cercano.

 

Andrés sintió algo especial como cuando se pierde a un amigo íntimo.

 

Le estaba profundamente agradecido por su ayuda. Además iba recuperando la vista poco a poco; estaba contento y tenía que contenerse para no dar saltos de alegría.

 

Elevó los ojos al cielo y dio gracias de forma humilde y admirada.

 

 

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Aquella noche había sido especial y él notaba que su alma estaba en paz.

 

Apresuró el paso por el camino de bajada a su casa y  penetró en ella. Respiraba profundamente y se fijaba en todos los objetos que siempre le habían rodeado pero que recobraban un significado especial para él en aquel momento importante de su vida.

 

Al poco tiempo muchos vecinos llegaron al lugar porque habían salido a buscarle y habían visto cómo la chimenea de su hogar nuevamente echaba el humo al que estaban habituados a ver siempre en el límite de la subida a los montes cercanos.

 

Se abrazaron a él y estuvieron charlando un buen rato. La alegría se reflejaba en los rostros y unas lágrimas de agradecimiento rodaron por el rostro curtido de muchos hombres y mujeres al ver feliz otra vez a su vecino y amigo de siempre.

 

Andrés se dio cuenta que le querían y prometió que su carácter no se iba a agriar nunca más aunque sufriera cualquier percance que lo pudiera empañar.

 

Estaba agradecido a la vida y acababa de vivir algo que le servía para crecer como ser humano.

1-II-2007

Alvamar

  

 

 

 

 

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